¿Desde qué mundo, Guayasamin, tu fuerza se levanta? Paloma que castiga sangre que grita. ¿Desde qué tiempos se hicieron tus ojos que descubren los mundos que no se ven, tus manos que el cielo incendian? Escucha, ardiente hermano, El tiempo del dolor, de los días que hieren, de la noche que hace llorar, del hombre que come hombres, para la eternidad lo fijaste de modo que nadie será capaz de removerlo, lo lanzaste no sabemos hasta qué límites. Que llore el hombre que beba el suavísimo aliento de la paloma que coma el poder de los vientos, en tu nombre. Wayasamin es tu nombre; el clamor de los últimos hijos del sol, el tiritar de las sagradas águilas que revolotean Quito, sus llantos, que acrecentaron las nieves eternas, y ensombrecieron aún más el cielo. No es solo eso: el sufrimiento de los hombres en todos los pueblos; Estados Unidos, China, el Tawantinsuyo todo lo que ellos reclaman y procuran. Tú, ardiente hermano gritarás todo esto con voz aún más poderosa e incontenible que el Apurimac. Está bien hermano, está bien, Oswaldo.
Mi infancia, que fue dulce, serena, triste y sola,
se deslizó en la paz de una aldea lejana,
entre el manso rumor con que muere una ola
y el tañer doloroso de una vieja campana.
Dábame el mar la nota de su melancolía;
el cielo, la serena quietud de su belleza;
los besos de mi madre, una dulce alegría,
y la muerte del sol, una vaga tristeza.
En la mañana azul, al despertar, sentía
el canto de las olas como una melodía
y luego el soplo denso, perfumado, del mar,
y lo que él me dijera, aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar.
LA DANZA DE LAS HORAS
Hoy, que está la mañana fresca, azul y lozana;
hoy, que parece un niño juguetón la mañana,
y el sol parece como que quisiera subir
corriendo por las nubes, en la extensión lejana,
hoy quisiera reír...
Hoy, que la tarde está dorada y encendida;
en que cantan los campos una canción de vida,
bajo el cóncavo cielo que se copia en el mar,
hoy, la Muerte parece que estuviera dormida,
hoy quisiera besar...
Hoy, que la Luna tiene un color ceniciento;
hoy, que me dice cosas tan ambiguas el viento,
a cuyo paso eriza su cabellera el mar;
hoy, que las horas tienen un sonido más lento,
hoy quisiera llorar...
Hoy, que la noche tiene una trágica duda,
en que vaga en la sombra una pregunta muda;
en que se siente que algo siniestro va a venir,
que se baña en el pecho la Tristeza desnuda,
hoy quisiera morir...
Soneto del hermano ausente
La misma mesa antigua y holgada, de nogal,
Y sobre ella la misma blancura del mantel
Y los cuadros de caza de anónimo pincel
Y la oscura alacena, todo, todo está igual…
Hay un sitio vacío en la mesa hacia el cual
mi madre tiende a veces su mirada de miel
y se musita el nombre del ausente; pero él
hoy no vendrá a sentarse en la mesa pascual.
La misma criada pone, sin dejarse sentir,
la suculenta vianda y el plácido manjar;
pero no hay la alegría ni el afán de reir
que animaran antaño la cena familiar;
y mi madre que acaso algo quiere decir,
ve el lugar del ausente y se pone a llorar…
HA VIVIDO MI ALMA...
Ha vivido mi alma en las Edades viejas en un guerrero heroico y un galán trovador, y en gentiles mancebos de enroscadas guedejas enamorada siempre de una prohibición.
Mi alma fue de Tartufo, de un ídolo pagano, de un impúber de lesbia, de un fauno y de un bufón; vivió dentro del cuerpo de un gladiador romano, y en el cuerpo caduco de un viejo Faraón.
Ha vivido en las aguas y ha vivido en las rosas, ha vivido en los hombres y ha vivido en las cosas, buscando siempre amor.
Irá hacia un país lejano de sátiros traviesos y de labios de sangre que conviertan en besos las cosas que no son...
Y vivirá mi alma en las cosas futuras sintiendo las saetas de nuevas desventuras, en una larga, triste, cruel peregrinación...
NOCTURNO
Ya la ciudad está dormida, yo solo cruzo su silencio y tengo miedo que despierte al suave roce de mis pasos lentos…
La iglesia eleva sus dos torres en la oquedad honda del cielo y cruza el aire el pentagrama del poste del teléfono.
Pide limosna, lamentable, un mendicante viejo y ciego y habla de Dios y dice: ¡Hermanos! y tiende al aire su sombrero.
Pasa un borracho hinchado el rostro, echa hacia mí su aliento fétido, alza los brazos y gritando: -¡Viva el Perú!- se cae al suelo.
La luz de un arco parpadea, chocan sobre ella los insectos, cambia a mis pasos la quebrada rara silueta de los techos.
Duerme un cansado caminante en el dintel amplio del templo y allí en la esquina, junto a un poste, con gravedad se mea un perro.
Ya la ciudad está dormida, yo solo cruzo su silencio y me parece que alguien sigue mis pasos a lo lejos…
Un auto lleno de farautes pasa, alborota, insulta; entre ellos van las criollas cortesanas zambas, pintadas y de pies pequeños.
Ya la ciudad está dormida, yo solo cruzo su silencio; repite el eco en el vacío el duro golpe de mis pasos lentos.
De estas cien mil almas que duermen ¿cuál soñará lo que yo pienso?... ¿Acaso aquella que esta tarde sonrió a mi paso y me miró en silencio?
En los siniestros hospitales se moverán insomnes los enfermos… ¿Quién llorará desconsoladamente?... ¿Quién se estará muriendo?...
¿En cuántos labios juveniles se contraerán frases y besos? ¡Cuántas mentiras adorables! ¡Qué desgraciados estarán naciendo!
Y ella en la muda alcoba blanca, rosado y tibio su jugoso cuerpo, extenderá su cabellera rubia sobre las rojas flores de sus senos.
Y una sonrisa insinuarán sus labios y su nariz aspirará deseos ¡y yo estoy vivo, yo lo sé y la adoro y ahora no puedo darla un beso!
Y pasarán inexorables horas y días, juventud y sueños. Hoy tengo miedo de morirme. ¡Qué solo debe estar el cementerio!
Ya la ciudad está dormida y sólo cruza su silencio el ruido que hace la pesada negra carroza de los muertos…
YO, PECADOR
Mi boca fue a manera de un ático panal do acudieron los besos en lírico tropel, abejas amorosas que llenaron de miel mi espíritu sediento y mi carne mortal.
Ha gravitado en mi alma, sincera y vertical, la voz inexorable y cóncava, de aquel de testa fascinante que al bíblico vergel arrancó la manzana con giros de espiral.
Soy, Señor, de tus siervos, quien más ha delinquido: el no poder amar fue mi pena más honda, el no poder besar fue mi mayor tormento.
Dame, de tus castigos, la acre copa redonda; y pues soy de tus siervos el que más te ha ofendido, yo te pido perdón.. ¡pero no me arrepiento!